Dicen que lo que mal empieza mal acaba…y esta vez no iba a ser distinto. Eric salió de su embelesamiento al escuchar una sirena, podrían haber sido los bomberos, una ambulancia o incluso la policía, pero se trataba de la sirena que anunciaba el fin de las clases, puntual, no se había ni retrasado ni adelantado aunque fuera unos segundos.
Con parsimonia recoge sus cosas, primero los bolígrafos y el lápiz en el estuche, luego las hojas sueltas esparcidas por la mesa y al fin cierra la mochila y se pone el abrigo, que no es que de mucho calor, pero menos es nada. Sin ninguna prisa sale del aula y se da cuenta de que todos sus compañeros sin excepción han salido ya, aunque de todos modos a quién le importa.
Sale por la puerta principal del centro y un aire frío y cortante le da una bofetada en la cara, se sube el cuello del abrigo, agacha la cabeza sin mirar a ningún lado y comienza a andar. Al llegar a la esquina por la que tiene que pasar todos los días una mano en su pecho le corta el paso, la mira y contiene la respiración, aprieta los puños y suelta el aire con extremada lentitud, se intenta calmar antes de mirar a la persona a los ojos, algo desafiante pero sin muchas ganas de que suceda lo que sabe que va a suceder a continuación. Como casi siempre Alberto y sus amigos le han esperado.
- -¿Qué quieres Alberto?- las palabras salen de sus labios con cierto tono de desafío, aunque ya sabe de antemano que esta batalla está perdida, aunque todavía desconoce quien será el vencido.
-¿Cuánto llevas encima? No te hagas el tonto y dámelo rápido.- Una fingida sonrisa se dibuja en sus labios algo amoratados por el frío.
-Nada, ya sabes que nunca tengo nada- Eric no titubea, sin embargo vuelve a apretar sus puños, se lo tendría tan merecido…
-¿Te crees que soy tonto? Siempre llevas algo y al final siempre me lo quedo.- Alberto saca una mano de su bolsillo y le propina una bofetada, no muy fuerte pero sí lo suficiente para haberle dejado la mano marcada. Mira a sus amigos y estalla la carcajada general.
-No, no llevo nada.- sus orificios nasales se dilatan mientras se lleva la mano a la mejilla.
Y de repente la impotencia, dos manos que sujetan con fuerza sus brazos y el dolor…ese dolor que se extiende desde la boca del estómago hasta cada una de las puntas de los dedos, el tiempo pasa a cámara lenta, el vaho se escapa de sus labios y él solo quiere que termine.
Ha pasado una eternidad y el sabor metálico a sangre inunda su paladar, pero ya está solo, no hay nadie a su lado y de lo único que tiene ganas es de llorar, llorar y golpear la pared. Ha sucedido de nuevo, para dos míseros euros que llevaba encima…y ahora ¿Con qué se supone que va a comprar el pan? ¿Cómo se supone que va a llegar a casa sin él? Miles de preguntas se agolpan en su cabeza, pero no tiene respuestas para ninguna de ellas, sólo le queda avanzar, dar un paso detrás de otro. Y eso es lo que hace, se ajusta el abrigo, ese que no calienta el cuerpo y que se da cuenta se ha desgarrado por la sobaquera, y da un paso detrás de otro de camino a casa.
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